Bajan trotando con la destreza y agilidad que solo tres adolescentes podrían tener al descender de una montaña. Hacen una pausa para escuchar al forastero —identificado como periodista— hacerles preguntas sobre su presencia en el lugar. Dudan, se ponen nerviosos y tardan en responder sobre su edad. “Diecisiete”, “dieciocho” y el tercero, después de una risita, suelta, entre dientes, “veintidós”. Luego, como impulsados por un resorte, siguen presurosos su ruta. A diario, más que todo por vacaciones, dice la gente, ingresan muchos menores de edad a las diferentes minas del Cerro Rico de Potosí. Pero en realidad es algo más normal y recurrente que solo un fenómeno atribuido a una época del año. No obstante, ese es solo uno de los elementos que caracteriza a la minería cooperativizada en la histórica montaña. La inseguridad y los accidentes, algunos seguidos de muerte, más que todo por las condiciones de deterioro del cerro, se han convertido en la marca registrada del lugar. A ello se suma la informalidad laboral al no tener contratos escritos con los trabajadores, mayormente peones. Además, no todas las personas que trabajan en el Cerro Rico cuentan con un seguro de salud y la información relacionada tampoco es transparente. Para Bruno Rojas, investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla), se trata de un estado de precarización laboral que es la característica fundamental de los mercados de trabajo en Bolivia. “Son urgentes políticas públicas tendientes a la mejora de la calidad del empleo de los trabajadores, la puesta en marcha de una política salarial que establezca el pago de salarios acorde al costo de la Canasta básica familiar, la implementación efectiva de las normas de seguridad industrial y ocupacional y el desarrollo de políticas de desarrollo productivo que no sólo contemple actividades extractivas”. Bruno Rojas, Cedla. TRABAJO DE MENORES NORMALIZADO Hay cuatro explicaciones que dan los entrevistados para justificar, si es que puede ser justificable, el ingreso de menores de edad a las entrañas de la tierra para trabajar en el propósito común de encontrar minerales. En primer lugar, por la fecha y época en la que se hizo el reporteo de este trabajo periodístico, varias personas coincidieron en que el receso de vacaciones escolares lleva a los adolescentes, e incluso a niños, a la mina. En segundo término, se trata de una normalización a partir de tradiciones familiares; los padres y tíos de los actuales adolescentes y niños también ingresaron a muy temprana edad a los socavones y, en algunos casos, son ellos mismos quienes llevan a sus hijos y sobrinos a estos trabajos. La tercera explicación está vinculada al factor necesidad dado que en muchas ocasiones, el padre de familia, minero, fallece antes de cumplir los 40 años, y los adolescentes deben hacerse cargo de la madre y de sus hermanos. Por último, algunos deciden entrar a trabajar en minería, más que porque lo necesiten o porque su familia esté en apuros económicos, por darse gustos y comprarse, por ejemplo, una motocicleta. En todos los escenarios los menores cuentan con el consentimiento y permisividad de socios de cooperativas que son quienes cierran los tratos sin importarles la edad. “Prácticamente empiezan desde los 14 años”, dice Vicente Salinas (44), exsocio de una cooperativa que observa, como mirando una película en el cine, pero sentado en un vagón en desuso en las faldas del Cerro Rico durante una mañana soleada, el trabajo de dos hombres que cargan complejo (restos de zinc, plata y estaño mezclados con tierra y piedras) a una volqueta. Dos cuadras arriba de la zona Calvario en Potosí es uno de los puntos de encuentro para los mineros esperar transporte público e ir a las minas del cerro. El lugar es muy concurrido por una serie de negocios informales como venta de comida y artículos para la minería como guantes, coca, cascos y demás. Una tarde de enero se acercan caminando tres jovencitos con una pinta bastante particular, los tres visten sandalias Adidas aparentemente nuevas. Son de Chuquisaca y dicen que es su primera semana en Potosí y en la mina, no quieren decir más. Al día siguiente, en el mismo lugar, Rodrigo (18) espera el micro 70 con rumbo a Paillaviri, una de las principales bocaminas del Cerro Rico. Hace unos meses, junto con su hermano menor, de 17 años, entró a la mina. Rodrigo canta y toca guitarra; con lo que gana, hasta unos 300 bolivianos por día, quiere comprarse instrumentos musicales y armar un grupo similar al de Los Hermanos de Azurduy, a quienes sigue. Su hermano se compró una moto en menos de dos meses. Sin embargo, no todo es bueno. “A veces no te cancelan”, dice Rodrigo y recuerda que antes trabajó en otra mina y que la persona que lo contrató no le pagó. Una hora más tarde, salen dos jóvenes de Paillaviri con apariencia cansada. Los mayores alrededor mascan coca, charlan y ríen. Ellos, en cambio, optan por comprarse una gelatina de vaso desechable. Se sientan a comer. Cuando se les pregunta la edad dicen, no sin antes dudar la respuesta, 18. Comen rápido y se van en la moto de uno de ellos. Al parecer, tener ese tipo de vehículo es un deseo constante entre los adolescentes y jóvenes de Potosí. Vladimir, actualmente de 19 años, entró a la mina cuando tenía 16. Ahorró hasta hace poco para comprarse una moto. Sobre el trabajo de menores cuenta que entran desde los 14 y 15 años, aunque vio casos de menos edad. “En otras minas hay pequeños de siete a 10 años”. La madre de Vladimir, María Cabana, de 55 años, vivió desde los cinco en el Cerro Rico. Se crió en un cuarto entre carretillas, palas y picotas. Sus cinco hijos trabajan en la mina e ingresaron bastante jóvenes. “Desde los 13 años están entrando a la mina. Las chicas cuando va a llampear (recoger residuos en las faldas de la montaña), 12 – 13 años ya están llampeando; 16 – 17