Cuarteles de la muerte: El lado oscuro del servicio militar en Bolivia
El soldado Edwin Veizaga Peredo, de 23 años, estaba a dos semanas de recibir su libreta de servicio militar y regresar a su hogar en Vueltadero, una comunidad en Ivirgarzama ubicada en la región del Trópico de Cochabamba (centro de Bolivia). Sus padres lo esperaban orgullosos y confiando en la promesa de que regresaría a trabajar en el chaco y estudiar Mecánica Automotriz. Pero los planes de esta familia, de origen modesto y vocación campesina, se hicieron añicos cuando el instructor de Edwin, el sargento Milton García, lo castigó poniéndole un trapo húmedo en la boca, le echó agua fría encima y lo asfixió hasta matarlo. Los padres de Edwin, Inés Peredo y Eliseo Veizaga, aún lloran la violenta muerte del joven, al igual que sus cuatro hermanos. Tres de ellos viven en otros sitios con sus familias y el menor, de 20 años, lo hace en el cuartel en Río Blanco, Puerto Villarroel, la población capital más próxima a su chaco, adonde fue trasladado tras la muerte de Edwin. Hasta entonces recibía instrucción militar en el mismo regimiento que su hermano, a 957 kilómetros y más de 17 horas de viaje por tierra. “Ya no quería perder a mi otro hijo, por eso hemos hecho el traslado”, explica la mamá. Desde la muerte de Edwin, ocurrida el 26 de diciembre de 2023 en el Regimiento de Infantería 14 de Florida de San Matías, en Santa Cruz (al extremo este del país, en la frontera con Brasil), el hermano menor aguarda para concluir el cuartel, los progenitores enfrentan dificultades económicas para mantener su terreno agrícola y la familia toda aún se aferra a la búsqueda de justicia. Pese a que el sargento de Ejército Milton García ya había sido sentenciado a 20 años de prisión por el homicidio de Edwin, un juez dejó “sin efecto el mandamiento de condena” y concedió al acusado prisión preventiva, lo que para la familia supone un estado de impunidad por el crimen. El pedido de justicia reúne a los allegados de Edwin en su chaco amazónico, bajo la sombra de los árboles de plátano que cultivan, sosteniendo un retrato enmarcado y la libreta militar póstuma del hijo. “Cómo me lo han hecho, me lo han castigado hasta matar”, solloza la madre. “Lo necesito harto, ni un poco lo puedo olvidar”, interviene el padre. Sobre esta muerte, el Ministerio de Defensa boliviano reconoce que se trató de un homicidio, por lo que el caso se derivó a la justicia ordinaria. Bolivia es uno de los cuatro países de Sudamérica donde el servicio militar es aún obligatorio. Este, que podría ser un dato anecdótico, no lo es para los bolivianos. El entrenamiento en cuarteles es un “trámite” de elevado riesgo, que cuesta vidas humanas, como la de Edwin Veizaga. Solo entre 2011 y 2023 murieron 62 conscriptos mientras hacían el servicio militar en circunstancias aparentemente abusivas o violentas, según la investigación documental realizada para este reportaje. La ausencia de datos judiciales no permitió establecer las causas de todas las muertes ni a sus responsables. El número de decesos determinado por esta investigación es mayor a los 53 que reconoce un reciente informe de la Defensoría del Pueblo. La cifra que revela este trabajo de OPINIÓN y CONNECTAS se desprende de una revisión de publicaciones (periodísticas e institucionales) en sitios web bolivianos entre 2010 y 2023. Las denuncias de muertes de soldados, reportadas durante el año que dura el servicio militar o premilitar para los conscriptos, aparecen en informes de medios y de organizaciones de derechos humanos. Las muertes identificadas por este trabajo van desde fallecimientos por asfixia y golpes de calor a causa de entrenamientos excesivos, hasta disparos de armas de fuego y violaciones sexuales. Si bien todas se dieron por diferentes razones, muchas aún sin dilucidar, la mayoría de casos demuestra tres problemas estructurales con la estructura militar boliviana. En primer lugar, una cultura violenta en donde se confunde la rigurosidad castrense con la ejecución de castigos físicos y abusos que rayan en la tortura. Esto se suma además a la discriminación de los soldados de origen rural e indígena, que componen la mayoría de las víctimas. Y finalmente, la impunidad en la justicia militar frente a los casos públicos: solo dos han terminado en condenas. UNA CULTURA VIOLENTA Las muertes de conscriptos registradas para esta investigación revelan el alto grado de violencia en el que se desarrolla el servicio militar en Bolivia. Algunos decesos se dieron a raíz de golpes infligidos por instructores que produjeron a las víctimas hemorragias severas y daños permanentes de órganos vitales, como pulmones y riñones que estallaron por las palizas. Otros soldados perecieron a causa de disparos deliberados de armas de fuego o por asfixia derivada de torturas, como en el caso de Edwin Veizaga. En los reportes militares también se consignan muertes por ahogamientos y a consecuencia de enfermedades preexistentes. Sin embargo, no todas han sido esclarecidas. Detrás de estos datos hay lo que expertos en seguridad consultados para esta investigación caracterizan como un clima de violencia estructural en las FFAA, institución que administra y ejecuta el servicio militar y premilitar en el país. “Una cosa es la rigurosidad que debe haber dentro de la formación del carácter de los chicos y otra cosa es el abuso personal que hacen los militares (contra los conscriptos)”, aclara el investigador boliviano Samuel Montaño, quien sigue denuncias de abusos en los servicios militares desde 1984. La violencia a la que alude Montaño se expresa, entre otros factores, en una mentalidad discriminatoria hacia soldados de origen rural e indígena. “No puede ser que oficiales, que en su mayor parte han tenido una formación elitista y vienen de familias acomodadas” no sepan lidiar con el “shock de que, cuando son destinados a unidades militares, se encuentran con que la mayor parte de los conscriptos son indígenas, campesinos que apellidan Mamani, Quispe, lo que los violenta”, dice. Montaño señala que, antes de la creación del premilitar (un servicio al que se acude solo
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